octubre 11, 2011

ANTE LA TORTURA DE LOS DEMÁS

Susan Sontag / 12-05- 2004

Como si fuera un capítulo faltante de su último libro, Sontag explora la triste celebridad de las fotografías de Abu Ghraib. ¿Qué nos dicen, más allá de la indignación y el dolor?¿Qué revelan, no sólo sobre los hombres y mujeres que las tomaron sino sobre el corazón de la cultura norteamericana?

Tortura en Abu Ghraib

1. Durante mucho tiempo —al menos seis decenios— las fotografías han sentado las bases sobre las que se juzgan y recuerdan los conflictos importantes. El museo de la memoria en Occidente es ya sobre todo visual. Las fotografías ejercen un poder incomparable para determinar lo que recordamos de los acontecimientos, y ahora parece probable que la gente asociará la vil guerra preventiva que Estados Unidos lanzó en Irak el año pasado con las fotografías de la tortura de los prisioneros iraquíes en la más infame cárcel de Sadam Husein, Abu Ghraib.

El gobierno de Bush y sus defensores se han empeñado sobre todo en contener un desastre de relaciones públicas —la difusión de las fotografías— más que en enfrentar los complejos crímenes políticos y de mando que revelan estas imágenes. En primer lugar, el remplazo de la realidad por las fotografías. La reacción inicial del gobierno consistió en afirmar que el presidente estaba indignado y asqueado con las fotografías, como si la falta o el horror recayera en ellas, no en lo que exponen. También se evitó la palabra “tortura”. Es posible que los prisioneros hayan sido objeto de “maltrato”, en última instancia de “humillaciones”: eso era lo más que se estaba dispuesto a reconocer. “Mi impresión es que las acusaciones hasta ahora han sido de ‘maltrato’, lo cual me parece que es distinto en sentido técnico a ‘tortura’ —afirmó en una conferencia de prensa el ministro de Defensa Donald Rumsfeld—. Y por lo tanto no pronunciaré la palabra ‘tortura’ ”.

Las palabras alteran, las palabras añaden, las palabras quitan. Que se evitara tenazmente la palabra “genocidio”, mientras más de ochocientos mil tutsis de Ruanda eran masacrados en unas cuantas semanas por sus vecinos hutus hace diez años, demostró que el gobierno estadounidense no tenía intención alguna de hacer algo al respecto. Negarse a llamar por su verdadero nombre, tortura, a lo que su­cedió en Abu Ghraib —y en otras cárceles de Irak y Af­-ganistán, y en el Campamento Rayos X de la bahía de Guan­tánamo— es tan indignante como negarse a llamar genocidio a lo sucedido en Ruanda. Ésta es la definición usual de tortura que consta en las leyes y tratados internacionales de los que Estados Unidos es signatario: “Todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión”. (La definición proviene de la Convención Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 1984, y está presente más o menos con las mismas palabras en leyes consuetudinarias y tratados previos, desde el artículo tercero común a las cuatro con­vencio­nes de Ginebra de 1949 y en numerosos convenios recientes sobre derechos humanos, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y las convenciones europeas, africanas e interamericanas de derechos humanos.) En la Convención de 1984 se declara expresamente que “en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales, tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública, como justificación de la tortura”. Y todos los convenios sobre tortura especifican que ésta incluye los tratos que pretenden humillar a las víctimas, como abandonar a los prisioneros desnudos en celdas y corredores.

Cualesquiera que sean las acciones que emprenda este gobierno para contener los daños a causa de las crecientes revelaciones de torturas a prisioneros en Abu Ghraib y otros lugares —procesos, cortes marciales, dadas de baja deshonrosas, renuncia de altos cargos militares y de los funcionarios del gabinete responsables, e importantes compensaciones a las víctimas—, es probable que la palabra “tortura” siga estando vedada. El reconocimiento de que los estadounidenses torturan a sus prisioneros refutaría todo lo que este gobierno ha procurado que la gente crea sobre las virtuosas intenciones norteamericanas y la universalidad de sus valores, lo cual es la esencial justificación triunfalista del derecho estadounidense a em­pren­­der acciones unilaterales en el escenario mundial en defensa de sus intereses y seguridad.

Incluso cuando el presidente fue al fin obligado, mientras el perjuicio a la reputación del país se extendía y ahondaba en todo el mundo, a enunciar la palabra “perdón”, el foco del arrepentimiento aún parecía la lesión a la pretendida superioridad moral estadounidense, a su objetivo hegemónico de llevar “la libertad y la democracia” al ignaro Oriente Medio. Sí, el señor Bush afirmó, de pie junto al rey Abdulah II de Jordania el 6 de mayo en Washington, que lamentaba “la humillación que han sufrido los prisioneros iraquíes y la humillación que han sufrido sus familias”. Aunque, continuó, “lamento igual­mente que la gente no comprendiera al ver estas imágenes el auténtico carácter y corazón de Es­tados Unidos”.

Que el empeño estadounidense en Irak quede compen­dia­do en estas imágenes debe parecer, entre los que hallaron alguna justificación para una guerra que en efecto de­rro­có a uno de los tiranos monstruosos del siglo XX, “injusto”. Una guerra, una ocupación, es inevitablemente un enorme entramado de acciones. ¿Qué hace que algunas sean y otras no sean representativas? La cuestión no es si la tortura fue obra de unos cuantos individuos (en lugar de “todos”) —todas las acciones las realizan individuos— sino si fue sistemática. Autorizada. Condonada. El punto no es si la mayoría o una minoría de estadounidenses ejecutan tales acciones, sino si la naturaleza de las políticas que propugna este gobierno y la jerarquía desplegada a fin de consumarlas hace que estas acciones resulten más probables.

2. Así consideradas, las fotografías somos nosotros.Es decir, son representativas de las singulares políticas de este gobierno y de las corrupciones fundamentales del dominio colonial. Los belgas en el Congo y los franceses en Argelia cometieron atrocidades idénticas y sometieron a los despreciados y renuentes nativos con torturas y humillaciones sexuales. Añádase a esta corrupción generalizada la desconcertante y casi absoluta falta de preparación de los dirigentes estadounidenses en Irak para hacer frente a las realidades complejas de un país tras su “liberación”, es decir, su conquista. Y añádanse las doctrinas globales del gobierno de Bush, a saber, que Estados Unidos se ha enfrascado en una guerra sin fin (contra un enemigo proteico llamado “terrorismo”) y que aquellos detenidos en esta guerra son, si el presidente lo decide así, “combatientes ilegales” —una política que enunció Donald Rum­s­­­feld desde enero de 2002— y, por lo tanto, en “sentido técnico”, como afirmó Rums­feld, “no tienen derechos” que ampare la Convención de Ginebra, y se tiene la receta perfecta para las crueldades y los crímenes co­me­ti­dos contra miles de prisioneros sin car­gos ni asesoría legal en cárceles gestionadas por estado­u­­ni­denses y establecidas desde los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Así, pues, ¿la cuestión cen­tral no son las propias fotografías sino la revelación de lo ocurrido a los “sospechosos” arrestados por Estados Unidos? No: el horror mostrado en las fotografías no puede aislarse del horror del acto de fotografiar, mientras los perpetradores posan, recreán­do­se, junto a sus cautivos indefensos. Los soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial fotografiaron las atrocidades cometidas en Polonia y Rusia, pero las instantáneas en que los verdugos se colocan junto a las víctimas son en extremo infre­cuentes, como puede apreciarse en un libro de reciente publicación, Photographing the Holocaust de Janina Struk. Si existe algo comparable a lo expuesto en estas imágenes serían algunas de las fotografías de las víctimas negras de linchamientos efectuadas entre el decenio de 1880 y los años treinta, que muestran la sonrisa de estadounidenses pueblerinos bajo el cuerpo desnudo y mutilado de un hombre o una mujer colgado de un árbol. Las fotografías de linchamientos eran recuerdos de una acción colectiva cuyos participantes sintieron su conducta del todo justificada. Así son las fotografías de Abu Ghraib.

Si hubiera alguna diferencia, sería la diferencia creada por la creciente ubicuidad de las acciones fotográficas. Las imágenes de los linchamientos correspondían a su carácter de trofeo: efectuadas por un fotógrafo cuyo fin era reunirlas y almacenarlas en álbumes, convertirlas en tarjetas postales, exhibirlas. Las fotografías que hicieron los soldados estadounidenses en Abu Ghraib reflejan, sin embargo, un cambio en el uso que se hace de las imágenes: menos objeto de conservación que mensajes que han de circular, difundirse. La mayoría de los soldados posee una cámara digital. Si antaño fotografiar la guerra era terreno de los reporteros gráficos, en la actualidad los soldados mismos son todos fotógrafos —registran su guerra, su esparcimiento, sus observaciones sobre lo que les parece pintoresco, sus atrocidades—, se intercambian imágenes y las envían por correo electrónico a todo el mundo.

Cada vez hay más registros de lo que la gente hace por su cuenta. Al menos, o sobre todo en Estados Unidos, el ideal de Andy Warhol de rodar hechos reales en tiempo real —si la vida no está editada ¿por qué debería editarse su registro?— se ha vuelto la norma de millones de transmisiones por internet, en las que la gente graba su jornada, cada cual en su propio reality show. Aquí me tienes: despertando, bostezando, desperezándome, cepillándome los dientes, preparando el desayuno, enviando a los niños al colegio. La gente plasma todos los aspectos de su vida, los almacena en archivos de computador y luego los envía por do­quier. La vida familiar acompaña el registro de la vida familiar; incluso cuando, o sobre todo cuando, la familia está en medio de la crisis y el descrédito. Sin duda la incesante entrega a la videograbación doméstica mutua, en conversación o en monólogo, durante muchos años, fue el ma­terial más asombroso de Capturing the Friedmans (2003), el documental de Andrew Jarecki sobre una familia de Long Island implicada en acusaciones de pederastia.

La vida erótica es, para cada vez más personas, lo que se puede capturar en las fotografías digitales o en el video. Y acaso la tortura resulta más atractiva, a fin de registrarla, cuando tiene un cariz sexual. Sin duda es revelador, a medida que más fotografías de Abu Ghraib se presentan a la luz pública, que las fotografías de las torturas se intercalan con imágenes pornográficas de soldados estadounidenses manteniendo relaciones sexuales entre ellos, así como con prisioneros iraquíes, y de la coerción ejercida sobre estos presos para que ejecuten, o simulen, actos sexuales recíprocos. De hecho, el tema de casi todas las fotografías de torturas es sexual. (Salvo la imagen, ya canónica, del individuo obligado a permanecer de pie sobre una caja, encapuchado y al que le brotan cables, quizás advertido de que si cae será electrocutado.) Con todo, las imágenes de prisioneros atados muchas horas en posiciones dolorosas, o forzados a permanecer de pie otras tantas, con los brazos en alto, son infrecuentes. No hay duda de que se consideran co­mo tortura: basta ver el terror en el rostro de la víctima. Pero casi todas las imágenes parecen formar parte de una más amplia confluencia de la tortura con la pornografía: una joven que guía a un hombre desnudo con una correa es clásica i­ma­ginería domi­na­­­triz. Y cabe preguntarse en qué medida las torturas se­x­­uales infligidas a los internos de Abu Ghraib ha­lla­ron su inspiración en el vasto repertorio de imagi­ne­­ría pornográfica disponible en inter­net y que pretenden emular las personas comunes que en la actualidad se transmiten a sí mismas por la red.
3. Vivir es ser fotografiado, poseer el registro de la propia vida y, por lo tanto, seguir viviendo, sin reparar, o aseverando que no se repara, en las continuas cortesías de la cámara; o detenerse y posar. Actuar es participar en la comunidad de las acciones registradas como imágenes. La expresión de complacencia ante las torturas infligidas a víctimas indefensas, atadas y desnudas, es sólo parte de la historia. Hay una profunda complacencia en ser fotografiado, a lo cual no se tiende a reaccionar hoy día con una mirada fija, directa y austera (como antaño), sino con regocijo. Los hechos están en parte concebidos para ser fotografiados. La sonrisa es una sonrisa dedicada a la cámara. Algo faltaría si, tras apilar a hombres desnudos, no se les pudiera hacer una foto.

Al mirar estas imágenes cabe preguntarse: ¿cómo puede alguien sonreír ante los sufrimientos y la humillación de otro ser humano? ¿Situar perros guardianes frente los ge­nitales y las piernas de prisioneros desnudos encogidos de miedo? ¿Violar y sodomizar a los prisioneros? ¿Forzar a prisioneros con capucha y grilletes a masturbarse o a come-ter actos sexuales entre ellos? Y da la impresión de que es una pregunta ingenua, pues la respuesta es, evidentemente: las personas hacen esto a otras personas. La violación y el dolor infligido a los genitales están entre las formas de tortura más comunes. No sólo en los campos de concentración nazis y en Abu Ghraib cuando lo gestionaba Sa­dam Hu­sein. Los estadounidenses, también, lo han hecho y lo siguen haciendo, cuando se les dice o se les incita a sentir que aquellos sobre los cuales ejercen un poder absoluto merecen el maltrato, la humillación, el tormento. Cuando se les lleva a creer que la gente a la que torturan pertenece a una religión o raza inferior y despreciable. Pues la significación de estas imágenes no consiste sólo en que se ejecutaron estos actos, sino en que sus perpe­tradores no supusieron nada condenable en lo que muestran las imágenes. Y lo más detestable, pues se pretendía que las fotos circularan y mucha gente las viera, es que todo eso había sido divertido. Y esta noción de esparcimiento es, por desgracia —y contrariamente a lo que el señor Bush le cuenta al mundo—, cada vez más parte “de la verdadera naturaleza y el corazón de Estados Unidos”.

Es difícil evaluar la creciente aceptación de la brutalidad en la vida estadounidense, pero las pruebas están por doquier, desde los videojuegos de asesinatos que son el entretenimiento principal de los niños —¿cuánto tardará el videojuego Interroga a los terroristas?— hasta la violencia ya endémica en los ritos grupales de la juventud en un acceso de euforia. Los crímenes violentos están a la baja, si bien ha aumentado el fácil regodeo en la violencia. Desde los rudos vejámenes infligidos a los primíparos en numerosos colegios suburbanos estadounidenses —retratados en la película de Richard Linklater Dazed and Confused (1993)— hasta las novatadas rituales con brutalidades físicas y hu­mi­llaciones sexuales institucionalizadas en las escuelas, universidades y equipos deportivos, Estados Unidos se ha convertido en un país en el que las fantasías y la ejecución de la violencia se tienen por un buen espectáculo, por di­versión.
Lo que antaño se apartaba como pornográfico, como ejercicio de extremos anhelos sadomasoquistas —como en la última y casi insoportable película de Pasolini, Saló (1975), que exhibe orgías de suplicios en un reducto fascista del norte italiano en las postrimerías de la época de Mussolini—, en la actualidad se normaliza, por los apóstoles de los nuevos Estados Unidos belicosos e imperiales, como una animada travesura y desahogo. “Apilar hombres desnudos es como una travesura de fraternidad universitaria”, afirmó un oyente a Rush Limbaugh y a veinte millones de estadounidenses que escuchan su programa radiofónico. 

Cabe preguntar si el que llamó había visto las fotografías. No importa. La observación, ¿o acaso la fantasía?, es muy acertada. Lo que tal vez aún pueda escandalizar a algunos estadounidenses fue la respuesta de Lim­baugh: “¡Exacto! —exclamó—. Justo lo que digo. No es muy distinto de lo que ocurre en una iniciación de Skull and Bones. Vamos a arruinar la vida de unas personas por eso y a entorpecer nuestros esfuerzos militares y luego vamos a cascarlos a ellos en serio porque se lo pasaron bomba”. “Ellos” son los soldados estadounidenses, los tor­tura­dores. Y Limbaugh continuó: “Hey, a esta gente le están disparando todos los días. Estoy hablando de estas personas, de gente que lo está pasando bien. ¿Qué, nadie recuerda lo que es una descarga emocional?”.

Es probable que buena parte de los estadounidenses prefiera pensar que está bien torturar y humillar a otros seres humanos —los cuales, en calidad de enemigos putativos o presuntos, han perdido todos sus derechos— que reconocer el disparate, la ineptitud y el timo de la aventura estadounidense en Irak. En cuanto a la tortura y la humillación como diversión, parece que hay poco que oponer a esta tendencia mientras Estados Unidos se convierte en un Estado de guarniciones, en el que los patriotas se definen como respetuosos incondicionales del poderío militar y en el que se necesita el máximo de vigilancia en el interior. Conmoción y pavor fue lo que nuestros militares prometieron a los iraquíes que se resistieran a los libertadores estadounidenses. Y conmoción y horror es lo que han transmitido los estadounidenses según pregonan al mundo estas fotografías: una pauta de conducta criminal que desafía y desprecia manifiestamente las convenciones humanitarias internacionales. Hoy día los soldados posan, con pulgares apro­batorios, ante las atrocidades que cometen, y envían fotografías a sus compañeros y familiares. ¿Debería sorprendernos siquiera? La nuestra es una sociedad en la cual antaño habríamos hecho lo imposible por ocultar los secretos de la vida privada, pero en la actualidad clamamos por una invitación para revelarlos en un programa de televisión. Lo que estas fotografías ilustran es tanto la cultura de la desvergüenza como la reinante admiración a la brutalidad contumaz.

4. La noción de que las “disculpas” o las profesiones de “repugnancia” o “aborrecimiento” por par­te del presidente y el ministro de Defensa son respuesta suficiente a la tortura sistemática de los prisioneros revelada en Abu Ghraib es un ultraje a nuestro sentido moral e histórico. La tortura de prisioneros no es una aberración. Es la consecuencia directa de una ideología global de lucha en la que “estás conmigo o en mi contra” y con la que el gobierno de Bush ha procurado cambiar, cambiar de modo radical, la postura internacional de Estados Unidos y refundir muchas instituciones y prerrogativas nacionales. El gobierno de Bush ha empeñado al país en una doctrina bélica pseudorreligiosa, de guerra sin fin; pues la “guerra contra el terror” no es más que eso. Lo que ha sucedido en el nuevo imperio carcelario internacional que gestiona el ejército estadounidense excede incluso los escandalosos procedimientos de la Isla del Diablo francesa o el sistema del Gulag de la Rusia soviética, ya que en el caso de la colonia penal francesa hubo, primero, juicios y sentencias, y en el del imperio penitenciario ruso, cargos de algún tipo y una sentencia que duraba años explícitos. La guerra sin fin se emplea para justificar encarcelamientos sin fin: sin cargos, sin revelar el nombre de los prisioneros ni crear facilidades para que se comuniquen con sus familias o abogados, sin juicios, sin sentencias. Los detenidos en el extralegal imperio penitenciario estadounidense son “detenidos”; llamarlos “prisioneros”, una palabra recientemente obsole­ta, podría suponer que tienen derechos conferidos por las leyes internacionales y la ley de todos los países civilizados. Es­ta “guerra global contra el terror” —en la cual se han mezclado por decreto del Pentágono tanto la más o menos justificable invasión de Afga-nistán como el inganable disparate en Irak— acarrea inevitablemente la des-humanización de todo aquel que el gobierno de Bush declara posible terrorista: una definición que no se debate y que casi siempre se adopta en secreto.

Puesto que las imputaciones contra la mayoría de las personas detenidas en las prisiones iraquíes y afganas son inexistentes —el Comité Internacional de la Cruz Roja informa que entre setenta y noventa por ciento de los recluidos no parece haber come­tido otro delito más que el de encontrarse en el sitio y momento inoportunos, capturados en alguna redada de “sospechosos”—, la justificación principal para retenerlos es el “interrogatorio”. ¿Interrogarlos sobre qué? Sobre cualquier co-sa. Lo que el detenido pueda llegar a saber. Si el interrogatorio es el motivo por el cual se detiene a los prisioneros indefinidamente, la coerción física, la humillación y la tortura resultan inevitables.

Recuérdese: no nos referimos a una situación extraordinaria, al escenario de una “bomba de efecto retardado”, lo cual a veces se aduce como caso límite para justificar la tortura de prisioneros que están al tanto de un atentado inminente. Se trata del acopio de información no específica o general autorizado por militares estadounidenses y funcionarios civiles a fin de saber más del indefinido imperio de malhechores sobre el que Estados Unidos casi nada sabe, en países acerca de los cuales es especialmente ignorante: en principio, toda “informa­ción” podría ser útil. Un interrogatorio que no produjera información (no importa en qué consista) se consideraría un fracaso. Por ello se justifica aún más la preparación de los prisioneros para que hablen. Ablandarlos, presionarlos: éstos suelen ser los eufemismos de las costumbres bestiales que han cundido en las cárceles estadounidenses donde están recluidos los “sospechosos de terrorismo”. Infortuna­damente, como lo anotó el sargento Ivan (Chip) Fre­derick en su diario, un prisionero puede entrar en crisis y morir. El sar­gen­to podría estarse refi­rien­do a la foto del cadáver de un hombre en­vuel­to en una bolsa de plás­tico con hielo sobre el pecho.

Las imágenes no desaparecerán. Es la naturaleza del mundo digital en que vivimos. En efecto, parecen haber sido necesarias para que los dirigentes estadounidenses reconocieran que tenían un problema entre las manos. Con todo, el informe remitido por el Comité Internacional de la Cruz Roja y otros informes periodísticos y protestas de organizaciones humanitarias sobre los castigos atroces infligidos a los “detenidos” y “sospechosos de terrorismo” en las prisiones gestionadas por soldados estadounidenses, primero en Afganistán y luego en Irak, han estado circulando durante más de un año. Es improbable que el señor Bush o el señor Cheney, la señora Rice o el señor Rumsfeld hayan leído esos informes. Al parecer las fotografías fueron lo que reclamó su atención, cuando resultaba ya patente que no podían suprimirse; las fotografías hicieron todo esto “realidad” para el presidente y sus funcionarios. Hasta entonces sólo hubo palabras, que resultan más fáciles de encubrir, y más fáciles de olvidar, en nuestra era de reproducción y diseminación digital infinitas.

Así pues, las fotografías seguirán “asaltándonos”, como están siendo inducidos a sentir muchos estadounidenses. ¿Se acostumbrará la gente a ellas? Algunos afirman que ya han visto suficiente. No, sin embargo, el resto del mundo. La guerra sin fin: un torrente sin fin de fotografías. ¿Los editores de periódicos, revistas y programas de televisión es­tadounidenses discutirán ahora si mostrar otras más, o mos­trarlas sin recortar (lo cual, con algunas de las imágenes más conocidas, procura una visión diferente y en algunos casos más horrorosa de las atrocidades cometidas en Abu Ghraib), sería de “mal gusto” o una acción política manifiesta? Por “político” entiéndase: crítico del proyecto imperial del gobierno de Bush. Pues no puede haber duda de que las fotografías perjudican, como ha testificado Rumsfeld, “la reputación de los hombres y mujeres honorables de las fuerzas armadas que con valentía, responsabilidad y pro­fesionalismo están protegiendo nuestras libertades en todo el mundo”. Este perjuicio —a nuestra reputación, nuestra imagen, nuestro éxito en cuanto a única gran potencia— es lo que deplora sobre todo el gobierno de Bush. Cómo es que la protección de “nuestras libertades” —y en este punto se trata sólo de la libertad de los estadounidenses, cinco por ciento de la población del planeta— precisa del despliegue de soldados estadounidenses en cualquier país que le plazca (“en todo el mundo”) es algo que difícilmente se debate entre nuestros funcionarios elegidos. Estados Unidos se ve a sí mismo como víctima potencial o futura del terror. Estados Unidos sólo está defendiéndose de enemigos implacables y furtivos.

La reacción ya se ha hecho sentir. Se aconseja a los esta­dou­nidenses no dejarse llevar por una orgía de reproches. La publicación continuada de las imágenes ha sido interpretada por muchos estadounidenses como una indicación de que no tenemos derecho a defendernos. Al fin y al cabo, ellos (los terroristas, los fanáticos) comenzaron. Ellos —¿Os­a­ma bin Laden?, ¿Sadam Husein?, ¿cuál es la diferencia?— nos atacaron primero. James Inhofe, republicano de Okla­homa y miembro del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, ante el cual testificó el ministro de De­fensa, confesó su certidumbre de no ser el único miembro “más indignado por la indignación” que causó lo que exponen las fotografías. “Se sabe que estos prisioneros —explicó el senador In­hofe— no están ahí por sanciones de tráfico. Si estos prisioneros están en el bloque 1-A o 1-B es porque son asesinos, son terroristas, son insurgentes. Es probable que muchos tengan las manos manchadas de sangre estadounidense y aquí estamos preocupados sobre el trato que se les da a estos individuos”. La culpa es de “los medios” —llamados habitualmente “medios liberales”—, que provocan, y seguirán provocando, más violencia contra los estadounidenses en el mundo. “Ellos” se vengarán de “nosotros”. Morirán más estadounidenses. Por estas fotografías. Y las fotos engendrarán más fotos: “su” respuesta a las “nuestras”.

Sería un error manifiesto permitir que estas revelaciones sobre la connivencia militar y civil estadounidense para torturar en la “guerra mundial contra el terrorismo” se conviertan en la historia de la guerra de —y contra— las imágenes. No es a causa de las fotografías, sino a causa de lo que revelan que está sucediendo, sucediendo por orden y complicidad de una cadena de mando que alcanza a los más altos niveles del gobierno de Bush. Pero la distinción —entre fotografía y realidad, entre política y manipulación— se puede desvanecer con facilidad. Eso es lo que este gobierno espera que ocurra.

“Hay muchas más fotografías y videos —reconoció Rumsfeld en su testimonio—. Si se difunden entre el público, este asunto, evidentemente, empeorará”. Empeorará para el gobierno y sus programas, presumiblemente, no para quienes son víctimas potenciales y actuales de la tortura. Los medios podrían censurarse a sí mismos, como acostumbran. Pero, según reconoció Rumsfeld, es difícil censurar a los soldados en ultramar que no escriben, como antaño, cartas a casa que los censores militares pueden abrir para tachar los fragmentos inaceptables, sino que se desempeñan como turistas; en palabras de Rumsfeld: “Nos sorprende que vayan por ahí con cámaras digitales tomando fotografías increíbles, y luego las pasen, al margen de la ley, a los medios”. Los esfuerzos del gobierno por detener la marea de fotografías se desarrollan en varios frentes. En la actualidad, el argumento está adoptando un cariz legalista: las fotografías se clasifican ahora como “pruebas” en causas criminales futuras, cuyo resultado podría verse afectado si son dadas a conocer al público. Siempre se sostendrá que las imágenes más recientes, que según se informa contienen horrendas imágenes de violencia ejercida contra los prisioneros y humillaciones sexuales, no han de difundirse. El presidente del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, el republicano John Warner, de Virginia, después de examinar con otros legisladores la muestra de diapositivas del 12 de mayo con más horrendas imágenes de humillación sexual y violencia contra los prisioneros iraquíes, dijo que en su “enérgica” opinión las fotografías más recientes “no deberían hacerse públicas. Me parece que podrían poner en riesgo a los hombres y mujeres de las fuerzas armadas mientras están prestando su servicio en medio de grandes peligros”.

Pero el impulso más decidido para restringir la disponi­bilidad de las fotografías provendrá del empeño incesante en proteger al gobierno de Bush y encubrir el desgobierno estadounidense en Irak; en equiparar la “indignación” a cau­sa de las fotografías con una campaña para socavar el po­­derío militar estadounidense y los propósitos que sirve en la actualidad. Del mismo modo en que muchos tuvieron por una implícita crítica de la guerra la transmisión te­-le­visada de fotografías de soldados estadounidenses muertos en el curso de la invasión y ocupación de Irak, se tendrá cada vez más por antipatriota la propagación de las nuevas fotografías que mancillen aún más la reputación —es decir, la imagen— de Estados Unidos.

Con todo, estamos en guerra. Una guerra sin fin. Y la guerra es el infierno. “No me importa lo que digan los abogados internacionales, vamos a machacarlos” (George W. Bush, 11 de septiembre de 2001). Vaya, sólo nos estamos divirtiendo. En nuestra sala de espejos digital, las imágenes no se desvanecerán. Sí, al parecer una imagen dice más que mil palabras. E incluso si nuestros dirigentes prefieren no mirarlas, habrá miles de instantáneas y videos adicionales. Incontenibles.

Via / El Malpensante

- Artículo: Tortura. Repaso histórico de una práctica estéril.