julio 08, 2011

POR UN MANIFIESTO POSFOTOGRÁFICO

Fotografía por: Brad Farwell

Asistimos a una revolución fotográfica sin precedentes. Pero no es sólo cuestión de píxels. ¿Quién es hoy el fotógrafo? ¿Por qué hace las fotos? ¿Cuáles son sus usos o cómo se utilizan y circulan? Joan Fontcuberta reflexiona sobre estos interrogantes.

El síndrome Hong Kong

Uno de los principales periódicos de Hong Kong despidió hace poco a sus ocho fotógrafos de plantilla que cubrían la información local; a cambio distribuyeron cámaras digitales entre el colectivo de repartidores de pizza. La decisión empresarial era sensata: es más fácil enseñar a hacer fotos a los ágiles y escurridizos pizzeros que lograr que los fotógrafos profesionales sean capaces de sortear los infernales atascos de Hong Kong y consigan llegar a tiempo a la noticia. Los portavoces del sector, obviamente, se rasgaron las vestiduras: ¿cómo es posible que se renuncie a la calidad que garantizan profesionales con experiencia? Pero hay que convenir que más vale una imagen defectuosa tomada por un aficionado que una imagen tal vez magnífica pero inexistente. Saludemos pues al nuevo ciudadano-fotógrafo.


Se desprende de este reciente episodio de darwinismo tecnológico un cambio de canon fotoperiodístico: la velocidad prevalece sobre el instante decisivo, la rapidez sobre el refinamiento. En las épocas heroicas del reportaje fotográfico los reporteros disponían de tiempo y recursos. Cuando National Geographic celebró su centenario, en el editorial del número especial se vanagloriaban de poder ofrecer a sus privilegiados colaboradores unas condiciones óptimas de trabajo: asistentes, helicópteros, hoteles lujosos… Por término medio, en cada reportaje de encargo se disparaban 27.000 fotos de las que terminaba publicándose una exigua docena, la cual había de ser forzosamente la requetehostia. Pero esos años de despilfarro han pasado, empujados por los efectos de un mercado cada vez más competitivo y por la inmersión en una nueva mediasfera. Se ha hablado mucho del impacto que la irrupción de la tecnología digital supuso para todos los ámbitos de la comunicación y de la vida cotidiana; para la imagen, y la fotografía en particular, ha significado un antes y un después. Se puede comparar a la caída del meteorito que condujo a la extinción de los dinosaurios y diopaso a nuevas especies. Durante un tiempo, los dinosaurios no fueron conscientes de la colisión y vivieron felices como testigos pasivos –y pasmados– de los cambios que se operaban en su ecosistema: las nubes de polvo no dejaban pasar los rayos del sol con consecuencias letales para vegetales y animales. Hoy palidece una fotografía-dinosauria que está dando paso a secuelas mejor adaptadas al nuevo entorno sociocultural.


Del síndrome Hong Kong aprendemos que hoy la urgencia de la imagen por existir prevalece sobre las cualidades mismas de la imagen. Esa pulsión garantiza una masificación sin precedentes, una polución icónica que por un lado viene implementada por el desarrollo de nuevos dispositivos de captación visual y por otro por la ingente proliferación de cámaras –ya sea como aparatos autónomos o incorporadas a teléfonos móviles, webcams y artilugios de vigilancia. Esto nos sumerge en un mundo saturado de imágenes: vivimos en la imagen, y la imagen nos vive y nos hace vivir. Ya en los años sesenta Marshall McLuhan vaticinó el papel preponderante de los mass media y propuso la iconosfera como modelo de aldea global. La diferencia es que en la actualidad hemos culminado un proceso de secularización de la experiencia visual: la imagen deja de ser dominio de magos, artistas, especialistas o profesionales al servicio de poderes centralizados. Hoy todos producimos imágenes espontáneamente como una forma natural de relacionarnos con los demás, la postfotografía se erige en un nuevo lenguaje universal.

Periferias de la imagen

Al intentar analizar el actual estatuto de la imagen hay que atender en primer lugar a los horizontes de investigaciones científicas avanzadas que exploran ya los mecanismos perceptivos lindando la ciencia- ficción. A nuestros padres un simple transplante de córnea les hubiese parecido pura fantasía. Hoy la nanotecnología permite el implante de diminutos telescopios oculares que reducen los superpoderes de Clark Kent a un simple complemento fashion de la Señorita Pepis (www.visioncareinc.net/technology). O posibilita también que un artista iraquí y profesor de fotografía en la New York University llamado Wafaa Bilal se haga insertar quirúrgicamente una microcámara en la parte posterior del cráneo para fotografiar a diestro y siniestro (no es trola aunque lo parezca, puede comprobarse en wafaabilal.com/). No colmados con patrocinar la camiseta del Barça, el proyecto también ha sido comisionado por instituciones gubernamentales de Qatar para su première en el nuevo museo de Doha, Mathaf-Museo Árabe de Arte Moderno. La idea es que la encefalocámara de Bilal se dispare a intervalos regulares de un minuto y las imágenes puedan ser visionadas en tiempo real por streaming desde los monitores del museo: ¿No les suena un poco al rollo que se llevaban Romy Schneider y Harvey Keitel en La muerte en directo (1980) de Bertrand Tavernier?

Pero sin duda, para los profanos, las experiencias más alucinantes son las de centros high-tech com el CNS (Computational Neuroscience Laboratories) de Kyoto (www.cns.atr.jp/en/) cuyos departamentos de Computational Brain Imaging y Dynamic Brain Imaging andan sobre la pista de monitorizar la actividad mental a fin de extraer imágenes simples directamente del cerebro y proyectarlas sobre una pantalla. Frótense bien los ojos porque esto abriría un abanico de capacidades que sólo hemos visto en el cine fantástico: filmar con nuestros ojos, grabar nuestros sueños y visionarlos a la mañana siguiente en el televisor, codificar las emociones a fin de traducirlas en imágenes, o acceder simultáneamente a la percepción visual de otro. La revista especializada Neuron (Vol. 60, nº 5, 11/12/2008) publicó un monográfico sobre el tema con el título de Visual Image Reconstruction from Human Brain Activity. Películas como Minority Report (2002), de Steven Spielberg, o Inception (2010), de Christopher Nolan, parecerán pronto un juego de niños.

El reto que a la vuelta de la esquina aguarda pues a una consideración holística de la imagen no puede contentarse con el trasvase ontológico que produce la sustitución de la plata por el silicio y de los granos de haluro por los píxeles. Difuminados completamente los confines y las categorías, la cuestión de la imagen postfotográfica rebasa un análisis circunscrito a un mosaico de píxeles que nos remite a una representación gráfica de carácter escritural. Ampliemos el enfoque a una perspectiva sociológica y advirtamos con qué acomodo la postfotografía habita internet y sus portales, es decir, las interficies que hoy nos conectan al mundo y vehiculizan buena parte de nuestra actividad. Lo crucial no es que la fotografía se desmaterialice convertida en bits de información sino cómo esos bits de información propician su transmisión y circulación vertiginosa. Google, Yahoo, Wikipedia, YouTube, Flickr, Facebook, MySpace, Second Life, eBay, PayPal, Skype, etcétera. han cambiado nuestras vidas y la vida de la fotografía. De hecho, la postfotografía no es más que la fotografía adaptada a nuestra vida on line. Un contexto en el que, como en el ancien régime de la imagen, caben nuevos usos vernaculares y funcionales frente a otros artísticos y críticos. Hablemos de éstos últimos.

Decálogo posfotográfico
¿Cómo opera la creación radical postfotográfica? Esta sería una propuesta plausible expresada de forma tan sumaria como tajante:


1º Sobre el papel del artista: ya no se trata de producir obras sino de prescribir sentidos.


2º Sobre la actuación del artista: el artista se confunde con el curador, con el coleccionista, el docente, el historiador del arte, el teórico... (cualquier faceta en el arte es camaleónicamente autoral).


3º En la responsabilidad del artista: se impone una ecología de lo visual que penalizará la saturación y alentará el reciclaje.


4º En la función de las imágenes: prevalece la circulación y gestión de la imagen sobre el contenido de la imagen.


5º En la filosofía del arte: se deslegitiman los discursos de originalidad y se normalizan las prácticas apropiacionistas.


6º En la dialéctica del sujeto: el autor se camufla o está en las nubes (para reformular los modelos de autoría: coautoría, creación colaborativa, interactividad, anonimatos estratégicos y obras huérfanas).


7º En la dialéctica de lo social: superación de las tensiones entre lo privado y lo público.


8º En el horizonte del arte: se dará más juego a los aspectos lúdicos en detrimento de un arte hegemónico que ha hecho de la anhedonia (lo solemne + lo aburrido) su bandera.


9º En la experiencia del arte: se privilegian prácticas de creación que nos habituarán a la desposesión: compartir es mejor que poseer.


10º En la política del arte: no rendirse al glamur y al consumo para inscribirse en la acción de agitar conciencias. En un momento en que prepondera un arte convertido en mero género de la cultura, obcecado en la producción de mercancías artísticas y que se rige por las leyes del mercado y la industria del entretenimiento, puede estar bien sacarlo de debajo de los focos y de encima de las alfombras rojas para devolverlo a las trincheras.

Los puntos fuertes de este decálogo (nueva conciencia autoral, equivalencia de creación como prescripción, estrategias apropiacionistas de acumulación y reciclaje) desembocan en lo que podríamos llamar la estética del acceso. La ruptura fundamental a la que asistimos se manifiesta en la medida en que el caudal extraordinario de imágenes se encuentra accesible a todo el mundo. Hoy las imágenes están disponibles para todos. El crítico Clément Chéroux escribe: “Desde un punto de vista de los usos, se trata de una revolución comparable a la instalación de agua corriente en los hogares en el siglo XIX. Hoy disponemos a domicilio de un grifo de imágenes que implica una nueva higiene de la visión”. Ejemplifica magistralmente esta estética la obra de Penelope Umbrico. En el proceso para realizar Suns from Flickr, 2006 (www.penelopeumbrico.net/Suns/Suns_Index.html), una de sus piezas más populares, explica que un día sintió el impulso de tomar la foto de una romántica puesta de sol. Se le ocurrió consultar cuántas fotos correspondían al tag sunset en Flickr y descubrió que disponía de 541.795 apetitosas puestas de sol; en septiembre del 2007 eran 2.303.057 y en marzo del 2008, 3.221.717 (lo miro en fecha 12/2/2011 y son 8.700.317). Sólo en Flickr y sólo en un único idioma de búsqueda, el grifo proporciona un magma multimillonario de puestas de sol ¿Tiene sentido esforzarse en tomar una foto adicional? ¿Aportará algo la que nosotros hagamos a lo que ya existe? ¿Vale la pena incrementar la contaminación gráfica reinante? Umbrico responde que no, no y no. Y entonces se lanza a su particular cruzada ecologista: bajará de Flickr 10.000 puestas de sol que reciclará en un mural con el que tapiza los muros de un museo. Obviamente eso solivianta la candidez de los usuarios de Flickr, que se ponen en pie de guerra: “Abuelita, ¡qué motores de búsqueda tan afilados tienes!” “¡Son para prescribirte mejor!” Lo postfotográficamente chistoso es que si hoy buscamos sunset en Flickr aparecen las composiciones de Umbrico o las fotos que los visitantes toman en sus exposiciones. Su gesto simbólico se revela inútil: la contaminación cero no puede ser y además es imposible.

El autor en las nubes
Una de las modas más típicamente postfotográficas es la fotografía realizada por animales (irracionales, se entiende). Históricamente el primer ensayo fue realizado por un fotógrafo de prensa alemán, Hilmar Pabel, que trabajaba como freelance para el Berliner Illustrierte Zeitung. En 1935 tuvo la ocurrencia de proponer prestar Leicas a los chimpancés del zoo de Berlín y pedir a sus cuidadores que les adiestrasen a apretar el obturador mimetizando el gesto de los visitantes, adultos y niños, que no cesaban de captar con sus propias cámaras las monerías de los monos. El modelo se convertía en fotógrafo. Los editores estuvieron encantados y publicaron los resultados de la performance. Sólo que cuando Pabel presentó la factura le dijeron que iba a ser que no: ¿Con qué derecho pretendía cobrar unas fotos que no había hecho? Los verdaderos autores eran los chimpancés. No sirvió aducir que era él quien había orquestado la situación y que tanto daba quién disparase la cámara: lo realmente importante era cómo el proyecto se cargaba de sentido. Pabel perdió la batalla pero no la guerra: renegoció el reportaje con LIFE, que lo publicó el 5/9/1938 y sí reconoció su autoría. Anécdota aparte, este caso nos ilustra sobre la ubicación de la condición autoral no tanto en el hacer como en el prescribir, o sea, en la asignación de valor y sentido, en la conceptualización, lo cual adquiere una relevancia tutelar en el contexto de internet. En 1888, George Eastman acuñó aquel eslogan popular que llevó a Kodak a la cima de la industria fotográfica (“usted apriete el botón, nosotros haremos el resto”); hoy nos damos cuenta de que lo importante no es quién aprieta el botón sino quién hace el resto: quién pone el concepto y gestiona la vida de la imagen.

Siguiendo la estela pero seguramente desconociendo el precedente histórico, la pareja de artistas moscovitas Vitaly Komar y Alex Melamid, que ya habían presentado en 1995 su proyecto de Renee, el elefante pintor, consagraron en 1999 el pabellón ruso de la Bienal de Venecia a Mikki, el chimpancé fotógrafo. Desde entonces la veda ha quedado abierta y por internet asoman toda clase de mascotas capaces de tomar fotos, ya sea por sí solas o con discretos sistemas de apoyo. Seguramente los cracks de este bestiario fotográfico –aunque la verdad es que hay mucha competencia– son el perro Rufus y la gata Nancy Beans, que nos ofrecen pintorescos documentos desde un punto de vista canino y felino de la comunidad urbana de sus propietarios (Reiji Kanemoto y Christian Allen, respectivamente). Cabras, terneros y caballos se han subido también al arca de Daguerre. Sin pretender en absoluto rayar el cinismo, una suplantación parecida ha tenido lugar con fotos tomadas por niños, enfermos mentales, ciegos, fotógrafos domingueros, amateurs avanzados, retratistas comerciales, científicos, policías, bomberos, fotoperiodistas, profesionales, artistas, satélites, cámaras de tráfico, Google Street View, fotomatones… La perversión ha consistido siempre en otorgar significado a unas obras huérfanas o en cambiar el significado original por otro a la manera del ready-made duchampiano. Como es obvio, este gesto de transgresión choca con la legitimidad de un cierto statu quo de la propiedad intelectual, legitimidad en entredicho que introduce cuestiones éticas y legales: seguramente sólo la competencia de los resultados podrá dictar un veredicto definitivo en un momento en el que el derecho de autor está en el aire porque el propio autor está en las nubes. En paralelo a la tendencia imparable del cloud computing (manejar terminales que a través de internet se sirven de programas y bancos de datos que son comunes), se privilegia en definitiva una cultura que socializa la autoría o que simplemente la sube a las nubes para ponerla al servicio de quien la necesite. ¡Bienvenidos pues al mundo de la fotografía 2.0!


Atlas y serindipias
Probablemente hoy Alonso Quijano no enloquecería en las bibliotecas devorando novelas de caballería sino absorto frente a la pantalla calidoscópica del ordenador, una ventana que nos abre un mundo doble y simétrico, como el que Alicia descubrió al atravesar el espejo, un mundo paralelo en el que podemos vivir y aventurarnos, y en el que la realidad puede doblegarse en gran medida a nuestras apetencias. En el escenario virtual podemos ser acuarelistas de fin de semana o artistas conceptuales, podemos hacer fotografía documental tradicional o practicar el antifotoperiodismo. Un ejemplo: Txema Salvans realiza desde hace años un metódico trabajo documental –magnífico– sobre la prostitución de carretera en la autovía C-31 de Barcelona a Castelldefels; agazapado tras una voluminosa cámara que lo disfraza de inocuo topógrafo, Salvans acecha la soledad de las vendedoras de sexo abandonadas al fragor del tráfico. Por su parte, Jon Rafman, sin alejarse de la pantalla de su ordenador en Montreal, hace una serie similar rastreando situaciones de calle registradas por Google Street View y accesibles a cualquier usuario. Cualidad gráfica aparte, el resultado coincide en intención y calado. A partir de ahora la mirada documental puede bifurcarse en dos metodologías complementarias que nos confrontan con las esencias profundas del medio. Pistas del debate que está por llegar afloran en el caso protagonizado por Michael Wolf, fotógrafo de la vieja escuela, alumno del legendario Otto Steinerty con una larga carrera en la fotografía documental y de ilustración editorial. Como Rafman, Wolf se ha sentido seducido por las posibilidades de Google Street View y ha emprendido proyectos en su seno; uno de ellos, A Series of Unfortunate Events, recopila insólitos incidentes captados fortuitamente. Lo gracioso es que este proyecto ha recibido una mención honorífica en la última convocatoria del canónico World Press Photo provocando la previsible consternación de la concurrencia. Obviamente es un premio que debe leerse en incipiente clave de bendición: los popes de la foto documental empiezan a rendirse a la evidencia postfotográfica.


Saber que hay cámaras de vigilancia y satélites que lo fotografían todo 24 horas al día nos empuja a especular cuánto de accidental e imprevisto contiene ese todo. Una comunidad de forofos de Google Earth lleva detectadas 3.300 coordenadas donde aparecen aeroplanos en vuelo: si millares de aviones se encuentran en el aire en la actividad incesante de sus registros fotocartográficos, es lógico y estadísticamente muy probable que muchos de ellos resulten inadvertidamente cazados por las retinas mecánicas de nuestro nuevo gran hermano. Esto hace las delicias de un novedoso freakismo en internet: los safaris en búsca de la serendipia, de la sorpresa, de lo bizarro… El fantasma de Lautréamont renace para invitar a los internautas a sus particulares búsquedas de máquinas de coser y paraguas sobre mesas de disección. Y uno de los temas interesantes será dilucidar qué valores separan estas nuevas obsesiones vernaculares orientadas a un ocio freaki de la serendipia como motor creativo de artistas como Joachim Schmid o Mishka Henner. Calificados ambos de carroñeros de la imagen por quienes aún toman fotos y se creen autores, Schmid y Henner hurgan en los desechos de la basura fotográfica y dan con descubrimientos elegantemente desconcertantes mientras se suman a la fascinación por acumular y ordenar: acopios, listas, inventarios, catalogaciones y atlas de las serendipias más variadas. Schmid, por ejemplo, se recrea buscando campos de fútbol en parajes del tercer mundo. Por su parte, Henner también escruta la epidermis del planeta con los visores de Google Earth, a la caza de parcelas censuradas y vedadas a la curiosidad del público, y por tanto más interesantes y misteriosas. En Holanda, las zonas militares son camufladas con una malla de polígonos irregulares cuya sofisticada geometría y cromatismo haría las delicias de los neoplasticistas. Parece que hay mucho Mondrian y Van Doesburg agazapado en los servicios de inteligencia militar de la Otan.


Identidades a la carta
Otra de las grandes bazas del mundo paralelo de internet es la plasticidad maleable de la identidad. En tiempos inmemoriales la identidad estaba sujeta a la palabra, el nombre caracterizaba al individuo. La aparición de la fotografía desplazó el registro de la identidad a la imagen, en el rostro reflejado e inscrito. El arte del disfraz y del maquillaje no han hecho sino agudizar las técnicas de autentificación biométrica y para conseguir mayor fiabilidad empiezan a consolidarse sistemas de medición de los patrones del iris o las pruebas forenses de ADN. Pero a nivel de usuario medio, con la postfotografía llega el turno a un baile de máscaras especulativo donde todos podemos inventarnos cómo queremos ser. Por primera vez en la historia somos dueños de nuestra apariencia y estamos en condiciones de gestionarla según nos convenga. Los retratos y sobre todo los autorretratos se multiplican y se sitúan en la red expresando un doble impulso narcisista y exhibicionista que también tiende a disolver la membrana entre los privado y lo público.


En estas fotos (reflectrogramas) la voluntad lúdica y autoexploratoria prevalece sobre la memoria. Tomarse fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción y los rituales de comunicación de las nuevas subculturas urbanas postfotográficas de las que, aunque capitaneadas por jóvenes y adolescentes, muy pocos quedan al margen. Las fotos ya no recogen recuerdos para guardar sino mensajes para enviar e intercambiar: se convierten en puros gestos de comunicación cuya dimensión pandémica obedece a un amplio espectro de motivaciones. Veamos: la actriz Demi Moore se fotografía periódicamente en ropa interior frente al espejo del cuarto de baño y cuelga las sugestivas instantáneas en Twitter para solaz de sus admiradores. Aferrándose a unos estereotipos sexy ¿se puede tal vez negar el envejecimiento? En la antípodas, el ex President Pasqual Maragall se autorretrata con su móvil a diestro y siniestro casi por prescripción médica. En una de la secuencias más emotivas del documental de Carles Bosch Bicicleta, cullera, poma, Maragall relata que cada día al levantarse suele fotografiarse frente al espejo. Los cambios que ha ido sufriendo debido al Alzheimer le producen un desasosiego recurrente: mirarse y no reconocerse a través del reflejo. Las fotos contribuyen a apuntalar su apariencia, le ayudan a conocerse y a reconocerse. De la tragedia personal a lametáfora sobre la sociedad postfotográfica, entre Demi Moore y Maragall, niños, teenagers, adultos… millones de personas empuñan la cámara y se enfrentan a su doble en el espejo: mirarse y reinventarse, mirarse y no reconocerse. Aunque paradójicamente sea ocultándonos como nos revelamos, el mero hecho de posar implica a la vez ubicarnos en una puesta en escena y sacar a relucir una máscara: el autorretrato por tanto no puede sino cuestionar la hipotética sinceridad de la cámara. Soltando amarras de sus valores fundacionales, abandonando unos mandatos históricos de verdad y de memoria, la fotografía ha terminado cediendo el testigo: la postfotografía es lo que queda de la fotografía.- La Vanguardia. -